Aplauso primogénito.


Estaba clarísimo que el aplauso tenía que empezarlo yo. Los que se sentaban inmediatamente a mi derecha y a mi izquierda venían mirándome de reojo antes de que comenzara el espectáculo. El de la butaca de atrás me hizo saber, con pequeños golpecitos en momentos especialmente elegidos, que también estaba al tanto de mi obligación. Los demás, ubicados demasiado lejos como para enviar un mensaje directo, se limitaban a levantar la cabeza, toser o abanicarse con el programa.

El show no era particularmente bueno, tampoco malo. En la sala hacía un calor tremendo que, mezclado con la responsabilidad del aplauso primogénito, me hacía transpirar sin tregua. Acabé rápidamente el paquete de pañuelos descartables escurriéndome la cara y lo único que quería era salir corriendo al baño. Llegado un momento dado la confusión era tal que ni siquiera prestaba atención al escenario.

No tenía idea de lo que estaba obligado a aplaudir, y aplaudir no es algo que deba hacerse a la ligera, mucho menos si uno debe ser el primero. Los actores o músicos o mimos o payasos o acróbatas o lo que fueran, me miraban fijo, pero yo no levantaba la cabeza, casi los sentía dándome golpecitos en el tapa del cráneo a la distancia.

Las rodillas me temblaban y las gotas, ahora realmente imparables, formaban un pequeño charquito entre mis piernas. Levantar la cabeza era impensable, la respiración se volvió tan conciente como imposible y estuve al borde del colapso. Con la vista nublada y un zumbido insoportable en el oído interno no podía saber siquiera si el show había terminado. Soñaba con el alivio del palmoteo ajeno, con ruidos definitivos de butacas y luces prendidas para correr al baño y hundir la cabeza en agua fresca.

Esperé un minuto más, sin intervenir ni un milímetro en la realidad. Cada respiración, cada gota, cada movimiento que yo hacía llenaba al auditorio de expectativas. Quedé paralizado. El show no iba a terminar si yo no lo hacía. El espectáculo mismo era mi aplauso y eso era exactamente lo que estaban esperando. Sin luces, todos callados y mi cabeza entre las piernas, desesperado. Un lapso tan infinito como efímero que puso la locura en mis manos.

Creado por: Ariel González Dévoli (www.estoyenelmedio.blogspot.com)

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